El hombrecillo se revolvió entre las sábanas inquieto. Esa noche era incapaz de dormir, atenazado por las dudas y la bestia que siempre le habitaba alimentándose de sus miedos. A la mañana siguiente se la iba a jugar, y no estaba seguro de atreverse a dar el paso. La clave se hallaba justo al lado, en el sobre que había dejado sobre la mesilla de noche y que para él significaba un viaje sin retorno directo hacia el cielo o el mismísimo infierno, según lo dispusiera el destino. Después ya no habría vuelta atrás.
El sobre estaba vacío, todavía. Bajo este descansaba una cuartilla escrita con letra pulcra y exquisita delicadeza que era el motivo de sus quebrantos: palabras sencillas pero latentes, cargadas de emotividad; puro fuego entre las manos que, al ser leídas, podrían provocar incendios o congelar los cielos.
Leopoldo, así se llama nuestro hombre, cansado de dar vueltas, encendió la luz de la lamparilla e incorporándose torpemente en la cama, tomó la carta y releyó por octava vez:
Estimada María, mi amiga, mi sueño, mi amada:
No te asustes, por favor, ni dejes de leer esta carta. Dame la oportunidad, por una vez, de decirte lo que siempre callo. Permíteme explicar y contarte antes de nada que no soy un loco, ni un pervertido o nada por el estilo. Quizás al abrir el sobre, muerta de curiosidad, estuvieras expectante y esperases encontrar la cautivadora misiva de algún admirador desconocido. No deseo defraudarte, pero no se trata de eso. Tan solo soy yo, Leopoldo, ese que cada día en el Bar de Lolo te sirve el café mañanero antes de comenzar tu jornada laboral.
He necesitado tres años, cuatro meses y doce días para reunir el valor y decirte estas palabras; y aún así, ya ves, tengo que hacerlo de este modo anticuado y quizás algo cobarde; porque sé que, cara a cara, tu mirada siempre horizontal y directa me abruma hasta el punto de borrarme el habla y hasta el entendimiento. Y no creas que no lo he intentado, han sido muchas las veces, pero nunca he sido capaz. Por otra parte, una carta así, a la vieja usanza, en cierto modo me define; y eso me gusta, porque quiero que sepas de mí: soy un tipo simple, sencillo, y quizás un romántico sin remedio de los que apenas quedan ya. Ahora lo vas a ver.
He de confesarte que te quiero. Te quiero todos los días, a todas horas, y en todas partes. Si de algo estoy seguro, es de eso, que te quiero. Te quiero cuando estás cerca, y también desde la distancia. Más, incluso te quiero, cada vez que noto tu ausencia y la siento como una losa.
Te quiero cuando sonríes, iluminando aquello que alcanzas. No tienes ni idea del efecto que provocas ni de qué manera engancha tu sonrisa. Y es que, tú, sin saberlo creas adicción.
Te quiero arrebatadora, y hasta arrebatada. Y cuando irrumpes, bella y divina, y te vuelves torbellino. Igualmente te quiero pálida y ojerosa después de una mala noche o si noto que algo te inquieta. Y si algunas veces estás triste, o intuyo que has llorado, justo entonces es cuando más te quiero y deseo que nada te quiebre.
Aunque tú no lo sepas tampoco, adivino tus estados de ánimo en los detalles más nimios: mientras volteas la cucharilla al remover el azúcar en el café, cuando hojeas distraída el periódico, o al saludar a los demás parroquianos Y es que son años de medida observación e intensa devoción.
Te quiero niña buena, y también a veces, niña mala. Fíjate lo que te digo, que incluso torpe y patosa (y he de decir que lo eres), me ocurre igual y el resultado no varía: te quiero.
En fin, que a estas alturas ya has de saber que te quiero. Y te quiero como dicen que no se puede querer, a ratos sutil, a ratos loco; pero siempre, siempre, siempre, con desesperación; como al sediento que por más que quiera, no se le permite beber.
Cuando termines esta carta, si lo deseas, atrévete a conocerme de veras o hazme polvo, amor, y después, sopla, hasta volverme aire o nada… porque aún así sé que te voy a querer igual.
Y si al final resulta que tú también quieres, te espero mañana, como siempre, al otro lado de la barra.
Tuyo, siempre
Leo